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LA NOCHE DE LOS NAHUALES || Benjamín M. Ramírez

by Redacción tijuanaenlinea

UN CEMENTERIO PARA VIVOS, EL OLVIDO Y SUS DEUDOS O LA TREMENDA CORTE

 

Él, un campesino de la tercera edad. Aficionado a la caza de los animales que asolaban a sus sembradíos. Hábil con su vieja pero efectiva escopeta. Durante gran parte de su vida nunca tuvo un solo conflicto con los vecinos de los ranchos cercanos, quienes lo tenían en alta estima. Hombre cabal y de palabra. La desgracia tocaba su puerta.

 

En las inmediaciones de su rancho fue encontrado un cadáver. Con mucha probabilidad, un vecino. El occiso presentaba un disparo certero. Una bala calibre .22 fue el que acabó con la vida del estanciero. Las sospechas sobre el viejo eran más que contundentes. Cazador y fusil en manos. La policía ministerial ni siquiera se preocupó en llegar al fondo del asunto. La pintaron fácil. Fueron por él sin preámbulos ni cortapisa. Caso resuelto.

 

Previo al operativo para la detención del peligroso abuelo le dieron una buena “calentada” para que asumiera el homicidio. Pero ¿Cómo confesar un crimen que no había cometido? Tampoco sabía mentir. Dijo la verdad como hombre íntegro, recto, de una sola palabra, de campesino, hombre de una sola pieza. En su palabra estaba la verdad. Porque así eran las cosas.

 

Con dos costillas rotas y hematomas en diversas partes del cuerpo, un oído explotado y los pómulos del rostro reventados, fue ingresado al Centro de Reinserción social, CERESO. Ya era catalogado como un peligroso homicida. No hubo pruebas periciales ni de balística, prueba de campo o reconstrucción de los hechos. Le asignaron un abogado de oficio que nunca conoció.

 

De familia pobre y con domicilio en la zona rural, lejos del barullo de las ciudades, el calvario apenas iniciaba. Sin dinero y desamparado fue sometido a las vejaciones propias de los penales que son destinadas para la gente necesitada: la “talacha”, que en mucho de los casos supone la limpieza de las letrinas y de los albañales,  y dormir en las escaleras, como leños, uno casi encima de otro.

 

Los golpes cambiaron su destino que lo llevaría a la muerte. Nunca me quiso contar todo lo vivido. «Es cosa que a usted no le concierne», me señalaba cada vez que lo orillaba a platicarme su odisea. «Lo viví, trato de olvidarlo y ruego para que nadie de la familia sufra lo que yo he aguantado». Cambió demasiado. De la persona segura de imponente figura pasó a enjuto jamelgo: el Rocinante del Quijote estaba en mejores condiciones.

 

El hombre fue decayendo como se acaban los fuertes robles. Se consumía poco a poco. No fueron los golpes, ni la “calentadita” propinada por las expertas manos de las “madrinas” que le rompieron las costillas sin heridas visibles. No fue la prisión, ni el muerto. Fue la deshonra.

 

Salió de prisión a los trece años después de ser aprehendido. Nunca se le dictó sentencia ni se le encontró culpable; tampoco, inocente.

 

Salió por gracia de Dios. Nunca supo cómo o quién fue el bienaventurado que se apiadó de su desgracia. No fue la justicia, que aunque tarda, pero siempre llega. Sólo le dijeron puedes irte.

Un pantalón roído y su viejo sombrero de paja, que hacían juego con los huaraches que calzaba cuando fue tomado preso, constituían sus pertenencias que el alcaide le devolvió cuando salía libre. No hubo reparación de daño ni indemnización alguna. Corrió la suerte de los pobres, de los desamparados, de los que carecen de amigos encumbrados en el poder; la suerte que sufren millones de mexicanos que son víctimas de los delitos, de la injusticia y de la desigualdad.

 

Y aunque caminaba con la frente en alto, con la autoridad moral que te dan los años y la sabiduría como costal al hombro, él se sentía destruido, deshonrado. Creía que su palabra era huera. Dejó de ser alguien para convertirse y ser señalado como el recluso.

 

Con los salarios que ostentan, los jueces y ministros del poder judicial, podrían desempeñar un buen trabajo como impartidores de justicia, y castigar a los que no cumplan con la ley. Proponer acciones para inhibir el crimen y proyectar una sociedad en igualdad para tener acceso a un verdadero estado de derecho. Sería muy ambicioso pensar que el poder judicial pudiera presentar iniciativas que atajaran a la injusticia puesto que en ese campo son los especialistas o en pelear para la aplicación de la ley. Sin embargo, la actuación, de jueces y ministros, dista mucho de la realidad.

 

Tal parece que la justicia es la meretriz que se ofrece al mejor postor. ¿Cuántos inocentes aún están en prisión sin sentencia absolutoria o condenatoria? Pasan los años y los reclusos purgaran, en algunos casos, dos o tres veces la sentencia. La cosa es diferente si puedes pagar una buena firma de abogados. La cosa es sencilla si el dinero fluye en derredor.

 

El anciano murió de tristeza. Incapaz de aceptar la inocencia que le brindaba el ser hombre cabal. Pisar la prisión, sin motivo, le provocó la muerte.

 

Estoy seguro que sí él hubiera sido el homicida encaminaría sus pasos al presidio, pediría las esposas y cerraría la mazmorra dictaminando el tiempo que debería durar su sentencia en la prisión.

 

Para concluir, he aquí un texto de Eraclio Zepeda en su obra Benzulul, “Quien dice verdad”:

 

«Quien   dice   verdá   tiene   la   boca   fresca  como   si   masticara   hojitas  de hierbabuena, y tiene los dientes limpios, blancos, porque no hay lodo en su  corazón» — decía el viejo tata Juan.

 

Sebastián Pérez Tul nunca dijo palabra que no encerrara verdad. Lo que hablaba era lo cierto y así había sucedido algún día en algún lugar.

 

«Los que tienen valor pueden ver de noche y llevar la frente erguida. Quien es valiente conserva las manos limpias; sabe recoger su gusto y su pena. Sabe aceptar el castigo. Quien es miedoso huye de su huella y sufre y grita y la luna no puede limpiarle los ojos. Quien no acepta su falta no tiene paz  y parece que todas las piedras le sangraran el paso porque no hay sabor en su cuerpo ni paz en su corazón» — decía el viejo tata Juan.

 

Sebastián Pérez Tul nunca evadió el castigo que limpia la falta. Nunca corrió caminos para engañar a la verdad. Nunca tembló ante las penas y vivía en paz con su corazón.

 

«Quien no recuerda vive en el fondo de un pozo y sus acciones pasadas se ponen agrias porque no sienten al viento ni al sol. Los que olvidan no pueden reír y el llanto vive en sus ojos porque no pueden recordar la luz»  -decía el viejo tata Juan.

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