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LA NOCHE DE LOS NAHUALES || Benjamín M. Ramírez

by Redacción tijuanaenlinea

MINATITLÁN, ENTRE EL DOLOR Y LA INDIFERENCIA.

 

La muerte, esa eterna compañía que nos acompaña en toda la vida, que irrumpe de forma violenta e inesperada, a veces cruel, a veces tenue, a veces anunciada, a veces… de repente.

 

Imagina estar  tranquilamente festejando en compañía de tus seres queridos, departir entre chistes y ocurrencias. Y luego, se presenta el caos. Llega la violencia y con ella la muerte, a través de los disparos de armas largas, acompañada de la inacción de las autoridades, de la apatía de los encargados de la seguridad, y de la indiferencia de quienes teniendo la obligación de actuar y que quedan inamovibles.

 

Fue Minatitlán la nota a nivel mundial, la masacre con sus 13 fallecidos. La noticia con la que despierta el ciudadano pasada la semana santa, hechos que han sumido en la desesperación a la sociedad veracruzana y a toda la nación.

 

Hoy han clamado, y con razón, por una mayor eficacia en el combate a la inseguridad para garantizar la preservación de la vida y con ella, todos los demás derechos humanos.

 

Yo soy uno de ellos. Una voz que clama en el desierto de la desesperación y el hartazgo, de la opacidad y la anomia públicas, en la indiferencia y el sinsentido, entre la soledad y la muerte. Ante el silencio de quienes gobiernan y se avientan la bolita de la responsabilidad entre uno y otro, contra unos y contra otros, sin pensar en la sociedad crucificada por la violencia y la muerte.

 

Hoy clamo, justicia.

 

Basta de diagnóstico estériles que a nada conducen, aunque esto parezca redundante, basta de sonsonetes propagandísticos en la lucha contra la corrupción, basta de excusas pueriles, es hora de emplear acciones concretas, de aplicación de un “verdadero” estado de derecho.

 

Justicia. Con eso basta y es suficiente. Se lo debemos a los deudos, se lo merecen los muertos, los desaparecidos y los afectados en cada esquina, en cada asalto, en cada robo, en cada herida.

 

Desatinada ha sido la reacción del gobernador veracruzano, Cuitláhuac García Jiménez, al manifestar: “a pesar de las eternas investigaciones de la FGE”, y “Vamos a dar con los responsables a pesar de la política de indolencia y brazos caídos de la Fiscalía General del estado”.  No es culpando a otros por su ineficacia en sus acciones como se resolverán los múltiples problemas en Veracruz o el país, sino asumiendo el papel que le corresponde como titular del poder ejecutivo.

 

Independientemente de las causas que motivaron el multihomicidio suscitado en Minatitlán, que mantiene en vilo la vida de otras personas que sufrieron heridas graves, se debe abordar el problema de inseguridad de forma sistémica, holística, con toda la fuerza del estado ante una sociedad inerme y desesperanzada.

 

Sin exculpar a la primera magistratura del país frente a la responsabilidad que le compete de brindar seguridad y tranquilidad a la ciudadanía, debe ser consciente de que se le exigirá cuentas, se le reclamará, se le interpelará las veces que sean necesarias puesto que es una de sus obligaciones constitucionales. Es la obligación del Estado frente a sus ciudadanos.  Y que no puede quedarse mudo ante el dolor.

 

Minatitlán es el patíbulo y Veracruz, el camino.

 

Es el viacrucis en su eterno andar que flagela a personas inocentes, como Jesús, en su camino al calvario. Es la tortura psicológica del ciudadano que vive acorralado entre la violencia y la muerte ante la indolencia de las autoridades, que por omisión, se vuelven cómplices en los hechos.

 

Basta de diagnósticos. Es necesario pasar a las acciones que brinden resultados, que disminuyan el dolor de quienes han sido afectados, de quienes incapaces de soltar el madero del suplicio, viven condenados a vivir en medio de la violencia y el abandono.

 

Basta de discursos huecos, vacíos. Es necesario el compromiso de asumir el control de un Estado maniatado, en donde “valen más las balas que las vidas que matan”.

 

Basta de promesas.

 

El dolor del viernes santo no concluye en Minatitlán sino que se extiende.

 

En Sri Lanka, una serie de atentados simultáneos provocados por bombas colocadas estratégicamente frente a hoteles y templos cristianos cobraron la vida de más de 240 personas y dejaron más de 400 personas heridas.

 

El atentado supone una base de odio y del desprecio por la vida en contra de quien es diferente, ya en sus creencias, ya en su ideología, ya en sus preferencias u ocurrencias de vida. Supone la no aceptación a quien no asume los principios y motivos del terrorista.

 

La muerte es el resultado, en principio, no del estallido de la bomba, del artefacto o de los explosivos, sino de la política de intolerancia y el fanatismo de quienes, inamovibles en sus ideas, buscan el dolor y la muerte para enviar sus mensajes ideológicos e imponer un estado de terror en los afectados directa o indirectamente, en su intento nefasto de mantener al gobierno de rodillas.

 

Quizá en nuestro país ya se viva bajo el régimen del terror, provocado por unos y, tolerados por otros.

 

Veo a un pueblo recorriendo la vida, con la cruz al hombro. Hombres y mujeres rumbo al Gólgota, con el patíbulo como herencia y sin la promesa de la resurrección.

 

Va un mensaje de  paz y de solidaridad frente al dolor y de las vidas arrebatadas por el odio, la ambición y la indiferencia. Que llegue el mensaje de que existe una esperanza última en algún tiempo, en algún lugar, en alguna divinidad, en algún principio.

 

Y, como el profeta Isaías, [40, 1] no me queda más que clamar: Consuelen, consuelen a mi pueblo…

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