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LA NOCHE DE LOS NAHUALES || Por Benjamín M. Ramírez

by Benjamín M Ramírez

UN PRESIDENTE DEL PUEBLO: MANDAR OBEDECIENDO

 

Él es presidente municipal, muy joven respecto a sus mayores —personas de la tercera edad—. Trae entre sus manos “una entusiasta y renovada visión de una nueva forma de concebir la administración pública”. Para lograr su cometido contrata a una exuberante y joven asistente.

 

Es el alcalde de un municipio que no rebasa los diez mil habitantes.  Hasta una administración anterior los funcionarios públicos eran el alcalde, un síndico, un regidor, un oficial del registro civil y un policía; una desvencijada patrulla, un deteriorado palacio municipal, como patrimonio, y en el que conviven, hacinados, todos los funcionarios en cuestión.

 

En la demarcación municipal no hay servicio de limpia pública, no cuenta con mercado, apenas tiene una escuela de educación primaria y secundaria —hasta hace unos cuantos años se habilitó el servicio de educación media superior—, tampoco contaban con pavimento hidráulico, ni drenaje o agua potable.

 

Es en este pueblo en donde a los adultos mayores, los abuelos, se les trata con devoción, con sumo respeto, de tal modo que cuando uno de ellos te dirige la palabra tienes que inclinar la cabeza en señal de total atención y sumisión a las palabras de los ancianos;  es imposible sostener, por obediencia, la mirada del interlocutor.

 

Obedecer es un principio de alto valor dentro de la comunidad y el que no lo hace se arriesga a ser considerado caído en la deshonra, catalogado como un errante, y constituye, en la mayoría de las veces, una vergüenza para toda para la familia.

 

Es la palabra empeñada, es el compromiso que se asume, es el trabajo comunitario, —todas las afrentas y diferendos se resuelven en consejo de ancianos, o en la plaza pública—, es una manera diferente de ejercer el gobierno.

 

Por lo tanto no existe el juzgado de paz ni Agencia del Ministerio Público, son los usos y costumbres los que rigen al pueblo. Sólo los mayores son los que pueden hacer uso de la palabra y los que toman las decisiones, los más ancianos, —un consejo— en el que se resuelve y zanja la vida de la comunidad: a quién construirle una nueva casa, la limpieza del camino, las festividades patronales o el permiso para quienes desean contraer matrimonio. Todo diferendo es atendido en el consejo de ancianos.

 

Si alguien se porta mal se le castiga —azotado—, dependiendo de la falta se emplea uno u otro material correctivo en la flagelación. La deshonra más grande es ir por la plaza y calles principales recibiendo la condena propinado por el progenitor, recayendo en este último todo el estigma del vástago por su caída en el mal camino.

 

Es una forma ancestral, en muchos pueblos, esta práctica de gobierno, “mandar obedeciendo”, es una norma no escrita en la sabiduría implantada en la mente de los más ancianos.

Esta normatividad permitía una tasa cero de delitos, aún los más comunes: en muchos años no se registraron homicidios, robos, delitos del fuero común o federal, consumo de sustancias ilegales o de alcohol, —los únicos que podían embriagarse eran los más viejos— a quienes se les respetaba su embriaguez como un premio a su senectud, —salvo los pleitos de cantina— se resolvían con una disculpa por parte de los progenitores del bravucón a los padres del ofendido, y el castigo pertinente dependiendo de la gravedad de la falta; probablemente un adulterio, llevarse a la novia que terminaba en casorio obligado;  todo se resolvía con el gobierno de usos y costumbres.

 

En esos tiempos el presidente municipal se trasladaba caminando desde su domicilio hacia su despacho en el palacio. Cualquiera, en su sano juicio, podía conversar con el presidente, hacerle llegar su petición o sugerencia, aunque el poder real residía en el consejo de ancianos, y el presidente sólo se convertía, a partir de esta práctica, en un ejecutor de las decisiones de sus mayores.

 

Con la elección de este joven edil, las cosas concernientes a la administración pública parecerían tomar un nuevo rumbo: la cita en la agenda del presidente era obligatoria, no se atendían los asuntos administrativos fuera de la oficina, para ser atendidos era necesario presentarse con la asistente del alcalde, la puerta del despacho estaba cerrada y así una serie sucesiva de “reformas” que afectaban al buen gobierno del poblado, incluyendo el traslado en una camioneta del año, con chofer incluido, del domicilio del alcalde a su oficina o viceversa.

 

La consulta popular o las decisiones de los viejos no eran consideradas si no se abordaban primero en la sesión del cabildo. Hasta que se enteró el progenitor del presidente a través de la queja de los más ancianos del pueblo.

 

El papá prácticamente voló al palacio municipal; los intentos de la asistente fueron vanos para explicarle que las reglas del presidente municipal eran muy claras, tenía que ser anunciado y no podía entrar hasta que se le autorizara. La respuesta fue contundente, —podrá ser presidente pero yo soy su padre. Y mientras decía estas palabras iba sacándose el cinturón para ser blandido en el primer cuerpo que se atravesara.

 

«— Papá, estoy en sesión del cabildo —dijo el edil.

Sólo se escucharon los sonidos del cuero al ser fustigado en el cuerpo del alcalde. —Y cuidado y hablas —manifestó el iracundo padre.

«—Vámonos para la casa, allá te daré la friega que te mereces por faltarle el respeto a tus mayores.

El jovenzuelo no tuvo más remedio que obedecer mientras recorría el camino hacia la casa paterna siendo azotado en plena vía pública.

 

Mandar obedeciendo, un concepto que se puso de manifiesto en la toma de posesión del día uno de diciembre. El poder es para servir. No existe mejor legitimidad en la autoridad, en el gobierno, que el reconocimiento tácito y virtual de una multitud que se reconoce en la autoridad que le representa y le reclama, que pretende sumarse a las decisiones, y lo más emotivo, la entrega del bastón de mando.

 

Es ahora, una nueva era de transformación, de desacralizar al poder, la opulencia, la fanfarria y el despilfarro.

 

« —No tienes derecho a fallarnos, le indicaron. —No les fallaré, dijo.

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