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LA NOCHE DE LOS NAHUALES || Benjamín M. Ramírez

by Benjamín M Ramírez

UNA ORACIÓN POR… FRANCISCO

 

Hace mucho tiempo que no asisto a misa. Las razones son tan diversas y tan insulsas que siendo sincero es una decisión que tomo desde la primera hora de domingo, cada domingo. En casa es una práctica muy común. Mi madre ya estaría recitándome “el Dios es Padre y te arrodillas”.

 

¿Es una situación de crisis? Quizá.

 

Los grandes santos: Teresa de Ávila, San Juan de la Cruz, San Ignacio de Loyola, Madre Teresa de Calcuta,  San Felipe Neri, entre otros santos, —mis amigos de Encuentro Social, PES, me increparán afirmando que no son santos ni cristianos—,  han tenido sus tiempos de “obscuridad”, tiempos de tentación, de crisis, de dudas y de rebeldía… Incluso Jesús fue conducido y tentado en el desierto después de un “ayuno” de 40 días.

 

No soy experto en el tema pero considero el desierto como un encuentro contigo mismo, un viaje al interior de uno mismo, una introspección. Autoconocimiento, en palabras de Tony de Mello, —en sus diversos libros y manuales, como La Oración de la Rana, y Sadhana, ambos editados por Sal Terrae o Autoliberación interior, editado por Lumen—. Sólo en el desierto es posible encontrar al Altísimo.

 

También es un tiempo de oración. No considero a la oración como un interminable rosario de ruegos y responsos, aunque la piedad popular así lo consideré, lo estipule y lo estimule. La oración, como el amor es otra cosa: es un encuentro con lo divino, un dejar que Dios hable y el individuo es el que escucha y viceversa… Es una relación de igual a igual, porque el diálogo no puede darse en una relación asimétrica.

 

De La Oración de la Rana, Tony de Mello, Sal Tarrae:

 

Un zapatero remendón acudió al rabino Isaac de Ger y le dijo: “No sé qué hacer con mi oración de la mañana. Mis clientes son personas pobres que no tienen más que un par de zapatos. Yo se los recojo a última hora del día y me paso la noche trabajando; al amanecer, aún me queda trabajo por hacer si quiero que todos ellos los tengan listos para ir a trabajar. Y mi pregunta es: ¿Qué debo hacer con mi oración de la mañana?”.

 

“¿Qué has venido haciendo hasta ahora?”, preguntó el rabino.

 

“Unas veces hago la oración a todo correr y vuelvo enseguida a mi trabajo; pero eso me hace sentirme mal. Otras veces dejo que se me pase la hora de la oración, y también entonces tengo la sensación de haber faltado; y de vez en cuando, al levantar el martillo para golpear un zapato, casi puedo escuchar cómo mi corazón suspira: “¡Qué desgraciado soy, pues no soy capaz de hacer mi oración de la mañana…!”.

 

Le respondió el rabino: “Si yo fuera Dios, apreciaría más ese suspiro que la oración”. 

 

Es la oración y la vida cotidiana.

 

La situación por la que atraviesa la Iglesia de Francisco, exige un momento para elevar un ruego, una súplica, pedir una acción derramadora de gracia del Espíritu Santo a favor del Papa. Aunque una crisis de tal envergadura, como la que enfrenta Su Santidad debe ser simiente en la oxigenación urgente y necesaria, el respiro y hálito divino, ante las dificultades de la Iglesia y de su máximo líder.

 

Los escándalos de pederastias clerical abundan en todo el urbi et orbi, tal como lo he manifestado en entregas anteriores y documentada a lo sumo. Desde Norteamérica hasta la Patagonia, desde Irlanda hasta el Oriente. ¿De verdad el Papa omite sus responsabilidades pastorales? ¿Es cómplice de encubrimiento por favorecimiento? ¿Es Su Santidad una autoridad que cubre su cabeza enterrándola en el suelo, como el avestruz?

 

Lo dudo.

 

Francisco abrevó con los jesuitas. Es un campeón de las batallas de las miserias humanas. Si no corta de tajo es porque en su Iglesia se necesita, sí una cirugía urgente, pero también necesita la habilidad de un experto cirujano que haga las escisiones más precisas, milimétricas, casi milagrosas. Y aquí subyace el problema, es decir, se necesita un milagro, un verdadero milagro. Se necesita al Resucitado.

 

Una Iglesia que se ha convertido en una alta burocracia, que abandona el Evangelio para centrarse en la doctrina, que ha creado los sacramentos, desatiende el Espíritu. Una iglesia que, en tiempos de Anás y de Caifás, también hubiera condenado a Jesús. Hoy más que nunca el mensaje evangélico de Mateo 23, 23ss sigue vigente:

 

23 “¡Ay de ustedes, maestros de la Ley y fariseos, que son unos hipócritas! […] pero no cumplen la Ley en lo que realmente tiene peso: la justicia, la misericordia y la fe. Ahí está lo que ustedes debían poner por obra, sin descartar lo otro. 24 ¡Guías ciegos! Ustedes cuelan un mosquito, pero se tragan un camello. 25. […] Ustedes purifican el exterior del plato y de la copa, después que la llenaron de robos y violencias. 26. […] Purifica primero lo que está dentro, y después purificarás también el exterior.”

 

Pese a todo, considero que es necesario elevar una oración a favor del Papa Francisco, ante tanta barbaridad, ante tanta rapacidad de lobos disfrazados de corderos. Pensilvania merece más que un perdón, una oración y una disculpa. Y, como lo dice el Apóstol, “Donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia”. Pero en Pensilvania, sí que se pasaron: más de 300 clérigos, más de mil niños, —sólo los casos conocidos—, durante muchos años. Y el silencio, como palio, que cubre y perdona.

 

Concluyo con una historia más de La Oración de la Rana:

 

Una noche, un pescador entró a hurtadillas en el parque de un hombre rico y echó sus redes en el estanque lleno de peces. Pero el otro lo oyó y envió a sus guardias contra él.

 

Cuando vio que le andaban buscando por todas partes con antorchas encendidas, el pescador cubrió apresuradamente su cuerpo de cenizas y se sentó bajo un árbol, como hacen los santones en la India.

 

Los guardias, a pesar de buscar durante horas, no encontraron a ningún pescador furtivo. Lo único que vieron fue a un hombre cubierto de cenizas y sentado bajo un árbol absorto en la meditación.

Al día siguiente se propaló por doquier el rumor de que un gran sabio había decidido establecer su residencia en el parque del hombre rico. La gente acudió en tropel, con flores y toda clase de comida, y hasta con montones de dinero, a presentarle sus respetos, porque existe la piadosa creencia de que los dones hechos a un hombre santo hacen que descienda sobre el donante la bendición de Dios.

 

El pescador, trocado en santo, quedó asombrado de su buena suerte. “Es más fácil vivir de la fe de esta gente que del trabajo de mis manos”, se dijo para sí. De manera que siguió meditando y no volvió jamás a trabajar.

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