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LA NOCHE DE LOS NAHUALES || Benjamín M. Ramírez

by Benjamín M Ramírez

El camión de pasajeros lucía lleno, extrañamente, a tope. Abordaba el camión, de lunes a viernes, alrededor de las 05:00 de la mañana para llegar a tiempo a clases. Un recorrido de casi hora y media. Llegaba a la terminal para luego salir corriendo para ganarle al reloj checador. Ese día sería inusual.

 

Les comparto que un segmento del recorrido lo aprovechaba para echar una “pestañita”. Dormir algunos minutos no le quita la paz a nadie. Por ello me volaron la mochila con información y trabajo académico producto de varias horas de trabajo. Me hubiera gustado que se la robaran al del profesor de matemáticas. Ése sí que tenía problemas. Nunca me quedé dormido otra vez.

 

Junto a mí, en el asiento contiguo a la ventanilla, viajaba una jovencita de escasos 16 años. Bonita. Por su fisonomía de inmediato supe que no era de la zona ni de sus alrededores. Los pasajeros en ese viaje nos conocíamos. Conocíamos dónde subía uno o dónde bajaba otro. Ellos eran ilegales.

 

La mayoría de los pasajeros era profesor de los diversos niveles educativos asentados en la zona serrana allende a los Tuxtlas. Nunca atiborramos el autobús menos a esa hora de la mañana.

 

«Tengo que correr» nos decíamos como saludo de los buenos días. No éramos ajenos o extraños. Nos conocíamos y la única diferencia era el salario que quedaba después del cobro: polvo o lodo.

 

Recorrí gran parte de la Sierra de Santa Martha. En algunos casos caminando. Ya sea por cuestiones académicas o por trabajo periodístico. Se puede palpar la pobreza en cada tramo del camino. Pobreza y abandono, dos crímenes que se cometen desde el poder.

 

A los pobres se les promete mucho y se les cumple nada. Como aquel puente que se construyó sólo en los papeles impresos del informe del gobernador Patricio Chirinos Calero. Le tocó a mi amigo Diego Hernández, alcalde en ese entonces, soportar plantones, marchas y protestas que exigían su renuncia. El puente no se había construido.

 

«No puedo hacer nada, me dijo con un dejo de tristeza. Tengo que apechugar. Son órdenes de arriba». “Sólo faltaba construir el río”.

 

Supongo que los pasajeros “no habituales” habrían abordado el autobús en algún punto del tramo del recorrido. El viaje transcurría en completa calma  a diferencia de mis especulaciones productos de la experiencia periodística.  Con nosotros no viajaban campesinos ni comerciantes que llevaban a la plaza los productos del campo para su venta. El retorno para ellos era después del mediodía. Los extraños pasajeros viajaban casi sin pertenencias.

 

Ella me dio los buenos días. Su acento me confirmó su origen. Centroamericana. Hondureña para ser más preciso. Y muy bonita, parecía una modelo de pasarela. —Buenos días, le respondí. —Trae abajo el “cierre”, le comenté—. Ella se quedó sin saber a qué me refería.

«El zipper», reiteré. «La cremallera». Entonces se sonrojó. «Es broma, dije sonriendo. ¿Catracha? ¿Tegucigalpa?». Ella sonrió como un acto de apertura, de confianza.  «El camino es muy peligroso—, le confié—. ¿Vale el riesgo?» Platicamos de mil cosas en un viaje que no quería que concluyera.

 

Ignoraba lo que ocurriría kilómetros más adelante. Comentaba que el viaje transcurría con toda tranquilidad, como siempre. Detrás nuestro venía una camioneta del servicio mixto rural que presta los servicios de transporte en esa zona enclavada en la sierra de Santa Martha. El pitazo a la policía estatal llegó. Más adelante el autobús se paró de forma brusca. Una patrulla le marcaba el alto.

 

Ella se puso nerviosa. Hubo movimiento en la parte de los asientos de enfrente. Los demás pasajeros estaban alertas en espera de alguna señal, un gesto, un movimiento.  Momentos después subió un oficial de la policía. Habló con un pasajero de enfrente. Pasó revista. Iba señalando uno a uno.

 

«Quédate. No te bajes». Le dije en voz casi inaudible, apenas perceptible. «Vienes conmigo. Deja, yo respondo». Conozco las leyes de migración. Sabía del problema en que podía meterme. Las penas o condenas a las que podía hacerme acreedor. No me importó.  Era un acto de humanidad.

 

El oficial de la policía “ambulante”, la policía del estado, la señaló. Viene conmigo, mascullé. Él siguió adelante, sellando el destino de todos los migrantes, compañeros de viaje.

 

Entonces surgió el líder, el coyote. Sólo se puso de pie y con un ademán enérgico como si fuera un acto ensayado todos, al mismo tiempo y en orden, como niños que siguen al maestro, descendieron de la unidad.

 

Dudó. No se quería bajar. Lanzó una mirada triste, de despedida. Cabizbaja, retrasaba sus pasos. El destino ya estaba marcado. Es la suerte del migrante: vejado, abusado, perseguido, cazado, ultrajado.

 

Los migrantes varones fueron puesto en círculo rodeados por algunos oficiales de la policía. Ella y otras mujeres fueron “apartadas” dentro del “chaparral”, alejada de la cinta asfáltica, en la densa maleza.

 

Algunos oficiales apuntaban con sus armas largas al autobús. Al chofer le fue ordenado que reiniciara su marcha. Ellas…

 

«No mires», me gritó un oficial cortando cartucho. Se escucharon gritos, golpes. Los varones pagaron el “derecho” de “tránsito” por territorio nacional. Y así, ellos continuaron la travesía por la sierra. Evadían con el pago del peaje una garita de migración. A mí me faltó el dinero…

 

No supe más… de ella.

 

Migración es hija huérfana del desempleo y lleva por apellidos desigualdad e injusticia, ahijada de la corrupción de los políticos que actualmente nos gobiernan, y es heredera de la miseria y del crimen.

 

No hubo debate, fue un ataque ensayado desde la cúpula del poder. Ganaron los moderadores. Y AMLO: en su mejor momento.

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