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Opinión || Benjamín M. Ramírez

by Benjamín M Ramírez

Francisco, Santo Tomás y el Costado de Cristo

 

En su reciente visita a la república de Chile, el Papa Francisco exigió pruebas contundentes en contra del Obispo de Osorno, Juan Barros, acusado de proteger al sacerdote Fernando Karadima, quien ha sido acusado de abusar de varios menores, situación que desencadenó una ola de protesta en diversas partes del país andino, quemas de iglesias y otro tipo de manifestaciones que rechazaban la visita papal.

 

Con asombro escuché las declaraciones del Sumo Pontífice: «“El día que me traigan una prueba contra el Obispo Barros, ahí voy a hablar”, dijo Francisco. No hay una sola prueba en contra. Todo es calumnia”, dijo el máximo líder de la Iglesia Católica».

 

Supongo que Su Santidad Francisco I, ignora todo lo relacionado en el iter criminis del abuso sexual. —“Nadie te va a creer”, le dice el victimario a su presa. —Nadie. El abusador sexual cuenta con el silencio de la víctima. Un peso más aplastante es la autoridad, la estima, y la confianza que se tiene hacia el agresor sexual: Papá, padrastro, abuelo, tío, hermano, primo, vecino, amigo, mentor, psicólogo, ministro de culto religioso, líder de grupo, jefe, patrón, confesor, entre otros.

 

Para ilustrar las líneas anteriores menciono un caso en el que un avezado agente del ministerio público del fuero común, me invitara a quedarme en su oficina para atender la desaparición de una jovencita —escasos 14 años—, que había huido del hogar y localizada por elementos de la policía judicial.  — ¡Quédate! Para que aprendas—, me dijo el agente del M.P. Llamaron a los familiares y se presentó la mamá de la adolescente.

 

«— ¿Dónde estabas?» Preguntó el agente del M.P.

«— En casa de una amiga», balbuceó la chica.

«— ¡Abusaron sexualmente de ti!», inquirió el agente del M.P. Con un tono que puede espantar a cualquiera (Profirió otras palabras para ello pero por cuestiones de estilo y ética no las escribo). La  pregunta se expresó a rajatabla, directa, inmediata, sin piedad, sin miramientos, sin contemplaciones. Directa fue la respuesta.

«— ¡Sí! Susurró la moza.

«— ¿Quién fue? —El silencio brutal quedó suspendido en el aire— cualquier cosa podía hacer estallar una tormenta. La madre, patidifusa, anonadada y perpleja esperaba la respuesta. El sí de su pequeña hija, la había derrumbado por completo. Buscaba dónde meterse, escapar, gritar… Por fin la respuesta llegó.

«— ¡Fue mi hermano!, musitó la chicuela.

Estalló el llanto, los gritos, alaridos por doquier de una madre en pena. Tal cual hubiera perdido a un ser querido.

«— ¡No. Hija, no! ¡No digas eso! ¡Tu hermano no pudo ser! ¡Piensa bien lo que estás diciendo, hija! ¡Por el amor de Dios…!».

«—Fue mi hermano, mamá. Siempre te lo había dicho. Más de una vez y tú no me creías. Por eso escapé. Te lo comenté y me decías que era una mentirosa, que no me creías. Dudabas de mí. Mencionabas que mi hermano era incapaz de hacer eso de lo que lo acusaba. Decías que estaba loca. Que inventaba las cosas para hacer quedar mal a mi hermano. No sabes el martirio que he vivido…

 

Las palabras expresadas por el agente del ministerio público del fuero común hacia los elementos de la policía judicial fue un trueno en medio de la tormenta.

 

«—Vayan por el hermano.

 

Ignoro en qué terminaría esta anécdota. Supongo que por la sagacidad y la trayectoria del agente del M.P. el hermano pasó las de Caín. Lo que sí puedo recordar es la cara de perplejidad, incredulidad e incertidumbre de la progenitora. Seguía sin creer a su mancillado retoño.

 

Presuntamente, Su Santidad, ignora que la justicia y la verdad son dos prostitutas que se venden al mejor postor. En Chile, como en cualquier nación, en donde la corrupción ya no es la nota del día, la justicia y la verdad también tienen su precio.

 

Acaso no es verdad, como lo es, que el prelado que protegió al presbítero Fernando Karadima acusado de pederastia por el abuso sexual cometido en contra de menores de edad y jóvenes adultos, salió ileso de tales acusaciones a partir de la prescripción del delito. El Vaticano lo encontró culpable, no así la justicia terrenal, y le ordenaron “llevar una vida de penitencia y oración”. Lo mismo que al mexicano Marcial Maciel.

 

Una sola prueba exigió Su Santidad, a quien le recuerdo el pasaje del evangelista San Mateo:

 

El soborno a los soldados

«11 Mientras ellas se alejaban, algunos guardias fueron a la ciudad para contar a los sumos sacerdotes todo lo que había sucedido. 12 Estos se reunieron con los ancianos y, de común acuerdo, dieron a los soldados una gran cantidad de dinero, 13 con esta consigna: «Digan así: “Sus discípulos vinieron durante la noche y robaron su cuerpo, mientras dormíamos”. 14 Si el asunto llega a oídos del gobernador, nosotros nos encargaremos de apaciguarlo y de evitarles a ustedes cualquier contratiempo». 15 Ellos recibieron el dinero y cumplieron la consigna. Esta versión se ha difundido entre los judíos hasta el día de hoy. »

 

¿Mateo se amarra el dedo antes de provocar la herida y la ira popular al encontrar el sepulcro vacío?

 

Pruebas pidió Francisco, una sola prueba. Una, contundente.

 

Ignora el Santo Padre Francisco, que el victimario recurre y recorre a toda una estrategia para que su presa quede desvalida, sin fuerza para resistir la violencia sexual de la que es objeto. Minimizada al extremo por el elemento sorpresa de la agresión, la baja autoestima con la que cuenta, o el detrimento de su salud emocional perpetrado por el agresor sexual, volatiza cualquier intento de resistencia. Vulnerable, endeble  y apagada, la víctima queda como oblación ante el altar y el ritual del abuso sexual.

 

Después de la agresión física llega la violencia psicológica, de la que su agresor es un experimentado maestro en el uso de las palabras exactas que destruyen y re-victimizan, una vez más, cada vez más, a su debilitado mártir. Después, sólo queda el silencio y la vergüenza. En algunos casos, la víctima decide acabar con su existencia.

 

En el dado caso de que la agraviada decida denunciar a su agresor, en muy pocos casos, —no se rebasa el 5% del total de los delitos perpetrados—, sólo se llega a castigar una mínima parte de los hechos denunciados.

 

La vergüenza y la falta de confianza en los aparatos de justicia llevan, tanto a padres como a la ofendida a abstenerse de hacer pública la agresión. Máxime, cuando el denunciado goza de una reputación y notoriedad en la sociedad, sin incluir el poder económico o político que puede ostentar. Muy pocos casos juzgados y condenados inhiben siempre a cargar con el agravio de ser tratada y señalada como la deshonrada, ultrajada, sin valor. Más aún, en el caso de que la víctima sea un varón.

 

Tal parece que Su Santidad el Papa Francisco necesita, como Santo Tomás, el apóstol, las pruebas contundentes, «“Si no veo la señal de los clavos en sus manos, y no meto mi dedo en esa señal de los clavos y mi mano en su costado, no creeré”».

Ahora, no se trata de un dogma de fe. O quizá sí. Una sola prueba, Su Santidad, una sola prueba de que Jesús resucitó. Una prueba de que Jesús convirtió el agua en vino o que resucitó a Lázaro Sal Fuera, o al hijo de la viuda de Naín… ¿Se trata de fe, de justicia o la búsqueda de la verdad? ¿O de proteger al amigo, al cercano colaborador? ¿O es tu iglesia, la perseguida y ofendida, cuyos agravios pesan más que el dolor del Cordero sacrificado y vilipendiado a quien no le crees?

 

«— Es un santo, le dije a una amistad muy querida.

«— ¡Un desgraciado, dirás! No sabes cómo me desnuda con los ojos y se refocila con mi cuerpo cada vez que me saluda y me abraza. Si te contara…

Él era un predicador muy escuchado. La iglesia, atestada de fieles, a reventar, sin que pudiera caber un alfiler, escuchaba anonadada la prédica, el sermón, la conseja…

«— No te creo, espeté, duro, con reproche, inhumano y cruel.

 

Al igual que Francisco, me aleje. Exigía pruebas, una sola, contundente.

 

Francisco, te aseguro, no basta con pedir perdón…

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